A los 15 años se hizo discípulo de Débora Arango y luego de cuatro años de negativas fue recibido por David Manzur como aprendiz. Perfil de Joaquín Restrepo, joven, psicorrígido e hiperactivo.
Si un wayúu lo viera a los ojos le diría que es un espíritu adulto en un cuerpo joven. Tiene 27 años, pero habla con conocimiento y si se puede decir también, con sabiduría. Todo por la necesidad que tiene de comerse el mundo de una bocanada y como él mismo lo dice, por su interés de “quedar registrado en los libros de historia”. Es ambicioso y no aparenta falsa humildad para esconder sus propósitos. No en vano fue discípulo de David Manzur y Débora Arango a punta de constancia.
Si damos vuelta a nuestra historia y regresamos a los 15 años, nos encontraremos en las fiestas, vestidos, tacones, vals y las primeras conquistas. Mientras tanto, Joaquín ideaba un plan con su amigo Mateo Blanco para conocer a Débora Arango, una artista paisa que revolucionó su tiempo como persona y a través de su arte, pues fue de las primeras mujeres en conducir y usar pantalón, así como en pintar desnudos y ser crítica del establecimiento.
La solución fue sencilla: pasar frente a Casa Blanca, en Envigado, la residencia de los Arango, una enorme construcción que terminó enclavada en el corazón del urbanismo, botar la maleta de colegial desde la calle al otro lado y timbrar para que les permitieran recogerla.
Elvira, una de las hermanas de Débora, fue quien les abrió, no solo la puerta de la casa, sino a uno de los momentos más importantes en la vida de Joaquín adolescente, que ya para entonces había hecho una lista con los nombres de los artistas que quería conocer: “Desde ese tiempo pensé en cuánta experiencia podía recoger y si estaba al lado de quienes hacen historia, seguramente yo también aparecería en ella”, dice. Desde entonces pidió permiso para visitar a la maestra con frecuencia, una mujer que ya había llegado a la vejez y pintaba reposadamente junto a Joaquín y su amigo Mateo. “Un día me dijo, con esa voz como de dinosaurio: Yo quiero pintar esos ojos verdes”; y el resultado de esa tarde es el dibujo que todos los días ve Joaquín al despertarse.
En el taller de Manzur
En su lista estaba también David Manzur, pero creía que estaba muerto, así que se conformaba con acercarse a su obra. “Joaquín, Manzur está vivo, lo vi conversando con José Gabriel”, le dijo un amigo frente al televisor. De inmediato se puso en contacto con un amigo galerista que le dio el número del artista y sin la pena que jamás ha tenido, marcó a su taller donde una voz amable le contestó. Cuando por fin lo tuvo en la línea le dijo: maestro, ¿es ese su asistente? –No, es el presidente Belisario Betancur, le contestó.
Ahí empezó una relación marcada por la aparente resurrección del artista que siempre le negó la posibilidad de trabajar con él. En 1984, el año en el que nació Joaquín, Manzur había cerrado su taller para aprendices, así que no estaba interesado en uno más.
Cuatro años de llamadas y de insistentes conversaciones habían pasado, sin que lograra su objetivo. Entonces, un día, un grupo de jóvenes se accidentaron en una carretera cerca de Medellín y a David Manzur le llegó la noticia de que Joaquín estaba entre los fallecidos. Una llamada, como la de Joaquín hacía unos años que lo revivía de una muerte que él ignoraba, ocurrió ahora de manera inversa. Fue el joven quien lo llamó y resucitó para el maestro –a quien no le gustaba esa palabra y amenazaba a Joaquín con llamarlo maestrico-. “Pensé que usted se había muerto y yo no le había dado la oportunidad de estudiar conmigo”, a lo que él contestó: “Pues la vida le está dando una nueva posibilidad para permitírmelo”. Entonces, como Verrochio, él no quería tomar clases magistrales, sino ayudarlo a limpiar sus pinceles, a ver cómo eran sus trazos, cuándo borraba lo que había en el lienzo para volver a empezar y tomar de ese trabajo lo que fuera útil para su experiencia.
El artista robot
No hay que pensar demasiado para describir a Joaquín Restrepo. Es psicorrígido, controlador, hiperactivo y adicto al trabajo. O mejor, adicto al arte. Tiene muy claro lo que debe y quiere hacer. Por eso, tiene bocetos de las esculturas que hará realidad en los próximos años. Por ejemplo, Anonymus, que presentó a final de año en la galería Casa Cuadrada, la tenía dibujada hace dos años. De ahí el sufrimiento que vivió cuando perdió su agenda de dibujos en un avión que no pudo recuperar.
Joaquín no para de hablar, como si la boca fuera un impedimento para la cantidad de frases que quisiera soltar en un minuto; por eso no resulta difícil creer que pasó tres días hospitalizado mientras estudiaba Artes Plásticas en Los Andes por estrés. “Me sentía como un robot, más que un ser humano. Me faltaba que me pusieran un ® de marca registrada; me presionaba para dejar de dormir y hasta qué punto podía llegar. Si podía dejar de comer, no comía para convencerme de que era un objeto y no una persona”, recuerda.
En 2011 le llegó la invitación para ir a China a una de las ferias de arte que se organizan al año. Tan diligente como es en su trabajo, lo es en difundirlo. Tiene blog, Facebook, Twitter, Flickr y Myspace; por eso cree que la invitación pudo llegar a través de alguien que visitó alguno de sus espacios virtuales. Sin embargo, a pesar de que uno de sus propósitos era viajar a este país, decidió que enviaría solo las obras que le habían pedido y solo iría él cuando se le permitiera exhibir una muestra más grande. Mientras tanto, aprendía el idioma, buscó la manera de traducir su nombre a la iconografía china, se entrenaba jugando ajedrez y, especialmente, no le decía a nadie de los planes con los que soñaba: “Cuando uno cuenta las cosas es como la acuarela, entre más agua le pones, más se diluye”. La invitación, para sorpresa suya, a pesar de todo, llegó cinco días después de finalizada la feria para que asistiera a Shanghái Art Fair, que se realizaría cuatro meses después, con una muestra mucho más grande.
Así, las esculturas de Joaquín estuvieron al otro lado del océano, a donde espera volver, pues dejó pendientes varios lugares por visitar e, incluso, una cuenta de ahorros abierta. “Si visito todo de una vez, me la dejo fácil y luego no busco la manera de volver”, dice.
Joaquín se la pasa entre sus talleres en Bogotá y en su natal Medellín, pues la hiperactividad lo obliga a ser cambiante y nómada. Azularte, el programa de la Fundación Corazón Verde lo ha invitado ya varias veces a trabajar a favor de las familias de policías caídos en combate. Allí se venderá el pez cubierto por cuchillos incautados por la misma Policía, que aún guardan sangre y huellas en sus hojas. Huellas también las que él quiere dejar a través de sus esculturas, que trabaja en materiales de larga conservación, por si algún día el mundo se acaba y aunque él ya no esté y pasen otras generaciones de críticos, su trabajo aún persista.
Fotografías: German Velásquez (retrato) , Oscar Monsalve ( obra: Immemor ) y Andrés Gómez (obra: Ágora )